Le decían la mujer de azul. Sí, azul porque ella era azul.
Envuelta en su túnica translúcida se sumía en sus pensamientos. Pensamientos
soñadores, evocadores de los dilemas que nos escupe en lo pequeños que somos.
Veía este mundo minúsculo, indeciso, serpenteante ante la agresividad de unas
lanzas que lucen la brutalidad. Y ahora, digo, se tropezaba con su cavilar. Su
cavilar azul. Sí, azul porque ella era azul. El azul de las mareas en calmas,
en paz, en el valiente mecer de sus deseos. Se dio cuenta desde hace muchas
décadas de que no estaba sola, de que no estamos solos. Aunque sigamos el
empuje tradicional de lo incomprensible como gigantes. Descubrió que no éramos
exclusivo, solo, polvo de estrellas. De millones de estrellas que flotan en el
oscuro universo. Otras vidas, se decía, a mi me vienen con esas. Si fuésemos
más allá de nuestra frontera en nuestra conciencia todo sería lógico, decía la
mujer de azul. Y esa mujer era tomada por lela o como quisieran tomarla. Pero a
la que decían mujer de azul tenía razón. Una razón que va más allá de lo que
aquí se cuece, que no es poco. Ay y la
mujer de azul se alegraba de que se la tomase en consideración. Viajes a través
de un tiempo que no se detiene sino que se expansiona y contrae con el tic-tac
de nuestra visión. Ahora que todo parece cierto su mente se extiende en los
montes sagrados de la lógica. La mujer de azul salió de su cueva, su casa
pintada de azul. Todos la miraban, con extrañeza. Sí, era el anochecer de un
cielo cubierto por amplias y pesadas nubes grises. Pero ella sabía que allá
arriba, allá donde la atmósfera es inconcebible para los terráqueos había vida ¿Cómo
sería?, meditaba. Y cierta ofuscación caía sobre la mujer de azul …¿Cómo nosotros?
Un brinco de temor se apoderó de ella. Una batalla entre mundos, no ahora, está
claro sino con devenir de los siglos. Y la mujer de azul dio marcha atrás.
Volvió a bajo su techo azul. Le decían la mujer de azul, deshielo temprano a
pesar de su juventud, a pesar de su rostro azul.
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