Mira sus pies,
hastiados de tanto divagar en el sentido de un arco iris blanco, muerto. Se
confunde, se entrega a las derrotas. A veces parece emerger entre cipreses
azules que abducen a la existencia. A veces parece perecer entre nubes cenizas
que extinguen sus ojos. No sabe, no contesta. Sus palabras son latigazos
inocuos en el insonoro despertar de aves desplumadas. Coge pintura de uñas y sutilmente tiñe sus
dedos de carmín. Se levanta, descalza enciende un cigarrillo donde se cavila
todos sus años. Siempre lo mismo, se dice. En el cosquilleo de su lucidez
camina, lenta, suave por los pasillos fríos de su casa. Todos se han ido. Solo
ella y el quejido espantoso, grotesco del viento al golpear con las ventanas. Se
mira como mujer de inagotables andares pero ya todo ha acabado, un final donde
el ronronear de la vejez y enfermedad la hacen decaer. Intenta vestirse, todo
se le cae de sus arrugadas manos. No quieren que la vean así cuando lleguen,
marchita, ida. Logra ponerse algo y mirarse al espejo. Se pinta los labios con
el temblor de los últimos instantes. Ve
cierta luz desde una de sus ventanas, va hacia ella. Luz de pétalos anaranjados
en el fin de su verticalidad. Se siente feliz, la acogen y desaparece entre las
constelaciones de una noche de invierno.
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