Ritmos acelerados, con el
trepidante pulso de la danza alrededor de una hoguera. Ellas desnudas, conjuros
nocturnos en noche cerrada dando la bienvenida a sus deseos. Una playa vacía.
Un faro a lo lejos. Cruces que entonan el rito del aullido de sus entrañas.
Magia voraz canturreando algún maleficio contra las ánimas que vienen, que las
visitas en el oleaje infinito y tierno. No se miran. Sobre sus rostros una
máscara que las deja a la invisibilidad de las jornadas venideras. Pócimas
bebidas y la locura de sus saltos, de sus bailes desenfrenados expulsando todo
mal en sus existencias. Se sienten libres con el hechizo de sus manos que se
unen para ser un coro al derredor de la hoguera. Sigue la danza. Siga el expulsar
de la negatividad en sus venas. Alguien vigila. Alguien mira. Una pareja pasa y
extrañados y con el temor ante lo que ven quieren huir. No pueden. Ellas los
rodean. Se hace un movimiento de ecos más veloz, con la celeridad escalofriante
de un duro invierno. Por un momento se detienen, estáticas miran. Ellos
temerosos y sin salir del asombro suplican, ruegan que los deje ir “ Son hijos
del mal” dice una. “ Hijos de las sombras que nos enloquece, que nos palidecen
y deja que el corrosivo aliento de este mundo nos disparé” dice otra. Y los
dejan ir, los echan de la tonada agónica de sus voces. Huyen. Ellas, en medio
del sudor y el helar se visten sin dejar que máscara que llevan las descubran.
Todo ha terminado. Sombras difuminando en medio de un paraje perdido de la
isla. Cada una toma su camino, como si nada. Se van quitando la máscara y una
luz blanca comienza a envolverlas, a alzar el vuelo entre nubes vagas hasta
llegar a cada una de sus guaridas, de ese techo del disimulo.
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