Qué es eso. Un quejido en la inmensidad de una noche
apresurada por eclipsar nuestros ojos. Su gemido monótono nos encierra en un
bajo un techo sin luces. Ventanas censuradas al grito apagado que se extiende
como temblor bajo nuestras piernas. Qué será…qué será. No la soportamos. Parece
mujer, parece hombre. Hombre o mujer que más da. Su llanto se perfila detrás de
nuestras espaldas barriendo la calma de una luna de otoño. No. No aguantamos
más. Salimos al exterior. Un silencio rotundo nos acecha, nos daña en el sin
sentido ¿Dónde está?, nos preguntamos. Ha callado en el chirriar de nuestra
puerta. Volvemos a casa. Otra vez…otra vez el lamento vertido en las entrañas
de estas paredes blancas. Se agrietan, rompe, se desploma aquello que nos da
calor y, ligeramente, nos vemos en otro
lugar, otra dimensión donde la lluvia se precipita feroz sobre nuestros
rostros. Rocas hirvientes vienen, avanzan con la voracidad de una huida
inexistente. No hay escapatoria. Es nuestra tierra vomitando de sus hondos
pesares la muerte. Nos detenemos, rodeados de una masa magmática que llega, que
nos gasta hasta el suceder de una nueva
vida. Plumas azules vienen ha acogernos, ha auxiliarnos ante lo que es
evidente. Nos hallamos volando sobre la erupción, sobre la emancipación nuestra
sobre esta tierra hostil. Y llueve. Todo se apaga. Todo desciende a la nada y a
la bruma que cuaja en nuestros ojos llorosos, nuestras alas negras. Pero aquí
estamos, de nuevo edificando nuestro techo, nuestro continuar por la vereda del
esfuerzo y el trabajo. Solos, muy solos.
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