Una bóveda ceniza anunciadora de
lluvias venideras huelo desde este rincón donde estoy. No sé por qué me dio por
vigilarla, es algo que me asusta, que me incomoda. Un pequeño orificio en la
pared daba a la habitación contigua. Al principio pensé de que se trataba de
una mancha, una mancha en la pared. Cuando fui a limpiarla descubrí que mi ojo
podía mirar más allá de este cuarto donde ando recluido. Ella ahí, desnuda,
bailando al ritmo de una música acelerada. El sudor de su cuerpo, la atracción.
En su habitación no hay ventana solo la luz de una lámpara sin embargo ella parecía
estar ausente a todo lo que la rodeaba. Yo vigilante en cada despertar de su
ser, de sus movimientos. Alrededor un halo de hojas secas serpenteantes a sus
pisadas, a cada tacto de ella con el suelo de madera ¿Cómo podría ser? Yo
miraba y miraba, miraba en su soledad, como se acariciaba su cuerpo en cada
paso frente a un espejo. Me era desagradable el estar espiando su intimidad. En
la residencia decían que era una chica extraña, introvertida, una mezcolanza
entre el aislamiento y los desiertos cuando la timidez invade la persona. Ello
me hacía mirarla más y más. Era una explosión en plena calma, una mujer que
rozaba la ensoñación cuando a solas se encontraba. Me dio cierta pena.
Observaba como hablaba con estas paredes, con la alfombra de hojarasca que
bañaba su habitáculo. Un día decidí tapar el agujera, dejarla en su mundo, ese
mundo que desconocemos. Comencé a saludarla a partir de ese momento. Sí, hablar
con aquella que había emocionado cada instante de mis ojos en el agujero de la
pared. Nunca le conté mi secreto, nunca le dije que la amaba.
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