Es otoño. La lluvia, los trozos de hojas se expanden a
través de nuestras pisadas. Amanece, singladuras más allá del viento norte que
agarra nuestro rostro y lo encrudece. Vengo de lejos, de muy lejos. Ahora aquí
evoco la memoria de los cuerpos arrastrados por el mal oleaje, por la maldita
brújela de la existencia. Somos muchos en una barca que en cualquier momento se
destrozará, se hundirá con nuestras almas abogando a la vida. Sí, la vida…a veces
tétrica, plasmada en nuestros anhelos que ahora se diseminan en este océano de
la distancia. Alambradas se enredan en nuestras manos, tierras yertas a la
libertad enmudecen y no nos dan la bienvenida. Somos ecos de ellos, de esos
centros donde como con rejas oxidadas que nos impide ver la luz. Al menos lo
hemos alcanzado. Gigantes urbes edificadas en el silencio de la armonía. Será
otro punto de vista. Estoy aquí en un recinto cárcel donde la llamada a la
libertad será todavía lejana ¡Ven¡, digo. Ven hacía nosotros con alas majestuosas
para poder alzarnos. Estamos atados, atados a la ventura de un sueño que
envejece a medida que pasan las estaciones. Solo he huido. Huir de la masacre,
de los corrosivos alientos y ojos de humanos que al fin al cabo solo quieren la
muerte. Desde mi ventana enrejada veo solo un patio donde, nosotros, los huidos
al encuentro del sosiego damos vueltas y vueltas en círculo. No, ¿qué delito
hemos realizado? No lo entiendo. Solo quiero auxiliar a mi familia de los
terrores de la guerra, del hambre, de las injusticias. Nos tratan como delincuentes,
aquí, clausurados a la fragancia vital del continuar con nuestras pisadas
¡Dejadnos¡ ¡Dejadnos navegar por vuestras calles al son de una lenta respiración¡
Quiero oler la jornada sin mis ojos presa de estos barrotes. A veces pienso, huir de nuevo. Ah, no tengo
fuerzas ¡Cansada¡ Cansada de la monotonía de este supuesto grito de libertad.
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