Ecos. Ecos que se escuchaban en la lejanía de los
campos. Escaleras arriba corría hasta estar en la azotea. Un cielo límpido con
gotas de una brisa caliente azotó su rostro. No le permitía al principio
observar lo que se mecía en esos chillidos de la claridad. Vio la cruz de su
pueblo, un aire enamorándola en el gemido demoniaco que insuflaba aquel
eco. Sonaba ha desdicha, sonaba a una canción erguida a los desamparados,
sonaba a un aliento en sus últimos segundos. Tic-tac moribundo quejido del
adiós. Una despedida que lamia sus sienes en el ardor de la nada. Todos dormían.
Es la hora de la siesta, de ese calor que agota a las almas y las envuelves
sábanas blancas almidonadas de calor y sudor ¿Quién sería? Iría hacia la cruz.
Escaleras abajo y ahora el castigo de la atmósfera caliente que la rodeaba.
Ando y ando hasta la cruz. De ahí venía ese llanto, ese cantar de la despedida.
Cuando llegó no vio nada. Todo era un vacío, todo eran chillidos altisonantes
que venía de las entrañas de aquella cruz. Pensó, meditó de quien podría ser.
Ni tan siquiera a lo largo de su vida se había preguntaba por qué esa cruz de
piedra estaba ahí. Nadie salía. El tiempo pasaba. En sus mejillas brotaban
ciertos pétalos de jazmín engarrotándola con su aroma. Jazmines, decía ella ¿Por
qué? Se miraron, ella y la cruz, la cruz y ella. Un perro la olisqueó, se sentó
junto a ella y ahí se quedaron hasta que los astros primerizos anunciaban la
ida de la tarde y la venida del nocturno. Secretos se devolvieron bajo esa roca
de siglos. Un accidente, un asesinato. Almas idas por la represión cuando la
guerra estuvo presente en aquel rincón del silencio. Se acarició el rostro. El
perro la miraba. Y posó los pétalos de jazmín sobre aquella tumba como memoria
de un ayer. Tic-tac calló el eco, la tonada quejumbrosa y ella retornó a su
casa con las miradas a través de las ventanas de los ancianos de aquel lugar.
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