Es la madrugada. Gritos al acecho cuando las siemprevivas
duermen en el regazo de la luna. Me yerto y ante la ventana lumbre de farolas
intento escuchar que son esos chillidos de amargura, de una angustia que
simplemente es luz del sudor de mi cuerpo. Calla. Sí, se ha censurado cada compostura
de dolor de esa voz desconocida ¿Quién será?, me pregunto. El silencio de la
noche vuelve con sus colmenas de estrellas aletargadas. A la sombra de una
lámpara recorro con mis ojos la habitación tras el trémulo desembocar de
aquella que en calles sucias alborota los sentidos. Cojo un libro, medito, y
bajo mi techo observo la huída de las ganas. Entre sábanas me envuelvo y me
voy. Adiós. Lejos, muy lejos por un campo donde yeguas blancas corren en cada
movimiento de mi existencia. Paisajes de distintas tonalidades se entremezcla adormeciendo
mis sentidos. Hacia ellos voy. Peces verdes me saludan, perros azules me lamen.
Me reflejo en un arroyo y de nuevo vuelvo. Vuelvo a un amanecer de lluvia
fértil sobre mis huellas.
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