Destierros, sensaciones arboladas
induciendo al eterno grito del silencio. Así, se conformaba ella. Adoraba cada
palpitar de los astros que en una noche de luna llena esboza su sonrisa para sí
misma. Las jornadas se le hacían cortas y monótonas en su rutina. Mientras
meditaba. Sí, un pensamiento que iba más allá de la lluvia mañanera. Su ventana
se abría dando un cierto aroma a los rosales que posaban tranquilos en su
jardín. Un perro verde que ladra a la luz de farolas rodeadas de insectos.
Alguien entró. No sé sabe quien, un aliento azul blanquecino la acogió. Sintió
un cierto rubor, una mezcla de temor y placer conquistando sus sentidos. Sería
el…se preguntaba. Sí, el, su amor, su sinceridad, su porte honesto ante los
desafíos de la vida. Se elevó a unos metros del suelo. Voló por cada una de sus
habitaciones bajo aquel techo. Observo, absorbió cada halito de raíces que la
encadenaban en cada uno de los fotogramas que pasaba por su mente. Un solo
deseo, un solo amor. Lo demás no era verdadero, puro. Abrió cuando descendió el
armario. La luz de había ido. Ahí había una camisa rajada. Se sentó junto a la
ventana a la lumbre de la luna llena y la cosió con ternura. Una vez terminada
la labor la olió, todavía su perfume estaba instalado en aquella camisa, en su
memoria. La ventana se cerró y con ello la luna llena se largó, se fue en su
beso con una lluvia débil, frágil que la evocaba salir y danzar con el eterno
grito del silencio.
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