Un piano. Canto de olas que vienen y
van. Un cuerpo desnudo en los círculos de la salada espuma. Algas. Mar de
fondo. Naturaleza que brota en el sentido de mis manos cuando a cada braceada
se hunde en sus entrañas. Todo es sereno. Todo es silencio. Solo cuando en la
superficie tus ojos observan el infinito de los astros en la caída de la tarde.
Verdes rocas, sedoso tacto y la caída invisible de un faro que remienda la
huída. Ahí están, barcas en la deriva de sus sueños, de sus anhelos
balanceándose a través de la opacidad de estas tierras. Sigo con lo mío, sigo
igual. Braceada tras braceada hasta llegar el fin de esa barra que equilibra
profunda ondulaciones y la soledad. Me elevo, me edifico a lo largo de su ala.
Solo yo y el océano. El océano y yo. Un piano. Y a lo lejos una playa donde el
gentío son esqueléticas secuelas de la nada. Tengo que volver. La marea
asciende hasta mis muslos y de nuevo soy hondo arrullo de las lánguidas olas,
la luna me avisa, las perseidas se consumen en la luz. Nado callada, estatuas
de caracolas me guían bajo la noche. Ahora , aquí. Mis brazos, mis piernas, mi
vientre arropado por la tonalidad del sosiego. Ahí están las barcas en la
deriva de sus sueños, de sus anhelos. Corriente que enajenan sus enterezas
hasta no más que estar liados campos de rejas. Inspiro y espiro, una
respiración que me ata sobre un llanto. Mi alma, presa, se consume guiada ante
el derrumbe de sus manos ante la libertad. Continuo en las espesas y
aniquilantes alas que escucharon ¡Allá la fortuna y el aliento de vuestros
vuelos será mecer de la dicha¡ Todo se apaga, me arrullo entre sábanas. El
calor es lengua pegajosa transmitiendo la pesadez.
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