Corres y
corres. Te eriges sobre un arco cenizo. Deseas ser aliento del ambiente que te
rodea. Pero, incapaz, te hundes en ciénagas donde se estremecen tus huesos, tus
ojos. Corres y corres con el fin de espaciar cada rito del grito a la oquedad
del callar de tus paredes. Un quejido en la lejanía, un desorden que te presta
el destino y tú no quieres entregarte. Miras la rueda que se erigen al norte.
Sí, allí, donde las montañas se cubren de un verde brioso a tu mirada. Corres y
corres. Te adentras en la espesura de su hermosura, de su lindeza. Te ves
reflejada en un arroyuelo. Arrugas de una vejez precoz, canas del daño que se
anticipado antes de tus vuelos sublimes, efímeros bajo la orden de la libertad.
Luchas, otra vez el tintineo de tu corazón, de tu alma que se vuelve azul. Sí,
azul en el equilibrio madre naturaleza y tu. Corres y corres hacia el pico más
alto. Allí, alzas tus brazos, tus ojos y observas el devenir del mañana. Coges
una piedra y escribes en el aire que te rodea tus propósitos. Un pinzón azul se
te acerca, se te arrima con el cariz de la belleza. Os miráis y con la lentitud
de la caída del día eleváis vuestro cuerpo más allá del mar de nubes. Ahí está
el don de la vida, el don de las preciosas posturas del anochecer. Las
constelaciones te guían, te hablan…dicen de un paraje más allá de tu ser
vetado, de un lugar donde la esencia de nuestro yo se mece con el ronronear de
la verdad.
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