Oscuridad. Todo estaba oscuro. La noche me embriagaba de
constelaciones difíciles de designar. Cual…cual sería aquella y esta otra. No
sé. No me decía a marcar cada una con su nombre solo imaginaba figuras en el
firmamento que me llevaba sobre este océano a un viaje sin rumbo, sin destino.
Estaba sola. Sí, sola. Yo y mi barca. Mi barca y yo. No sé por qué sentí algo
en mi vientre. Miré, un sobresalto en el nocturno y solo el rumorear del
océano. Alguna que otra ballena pasaba pero no veía bien, todo estaba oscuro.
Sentí un tenue soplido en mi espalda. Me estremecí. Me preguntaba por qué a
estas horas yo estaba aquí. El soplido seguía, paraba y continuaba. Un cierto
temor hizo temblar mi cuerpo, mi ser ¿Qué era? ¿Quién sería? Entonces una voz
gutural como salida de las cavernas me llamaba por mi nombre. Sí, por mi
nombre. Miré al cielo. Calaveras daban forma a las constelaciones. No. No podía
ser. Náufragos avanzaban hacía mi. No sé lo que querían pero una batalla
inacabable con la vida era sus últimos suspiros. Una bocanada triste y amarga
de sus voces me invadió. Qué hacer. Estática los escuchaba. Sí, eran los
muertos de los océanos, aquellos que bebieron de la felicidad de tierras nuevas
sin llevarlo a cabo. Ahora solo muertos. Pena. Angustia. Dolor. Me arrinconé en
el piso de la barca y la dejé que me llevará a donde quisiera. Con algo duro
tropezamos. Ruptura. Quebranto. Una playa vacía. Una playa de arena negra donde
mis pisadas no sabían que senda tomar. Solo había herrumbre, maderas podridas y
la fetidez de la desgana, de la perdida de la conciencia y la muerte. Me
arrodillé. Oré a no sé qué Dios. Daba igual. Respire hondo y cerré los ojos.
Sí, cerrar hasta que amaneciera. Por qué tarda tanto el astro rey, me
preguntaba. Sufrimiento. Dejadez. Humedad. Abrí los ojos y ahí estaba, el sol.
Dame valor, dame vida, le dije. Me puse de pie y anduve y anduve como
desterrada con el corazón agrietado. Lágrimas. Horror. Sola. Muy sola.
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