No sé por qué se empeñaba en seguir las ramas retorcidas y
polvorientas que el viento le traía. Seguía sus vuelos, sus movimientos, sus
desfiguraciones como mujer de la lluvia. Y es que llovía. Ella desnuda, en
medio de una plazoleta cuya ciudad no importa. La llamaban loca. Sí, locura por
el abatimiento de su persona cuando la juventud rozaba sus carnes. Ahora,
anciana, arrugada, con una melena cana que se revolvía en los distintos caminos
que ella tomaba. Su gato iba con ella, un gato gris y flaco. Un gato que emitía
el ronronear del amor por ella. Y ella lo acariciaba, lo besaba como se besa a
los amigos eternos. La llamaban loca. La plazoleta vacía. Solo un estanque del
cual bebía y bebía esa vida que nos apresa en la enajenación de nuestra
persona. Se detuvo, era la noche más oscura que había sentido. Astros y astros guiñándole
al sentido de su existencia. Y bailo, bailo como se danza en las hogueras para
purificar el alma. Se hallaba libre. Libre y cansada. El frío metálico era
fuga, una fuga que la encerraba en su esfera. Por un momento tuvo algo de
lucidez. Se miró las manos, sus piernas esqueléticas y se dijo me voy. “ Me voy
donde las cenizas de mi muerte puedan quedarse aquí. Sí, aquí en esta plazuela
que me ha dado techo, que me ha dado penas y más penas, que me ha dado alegrías”.
Se fue, se dirigió hasta un pequeño jardín donde una retorcida sabina daba cierta
calidez y se sentó mirando al mar. Sus negros ojos se llenaron de lágrimas, no sé
si de tristeza o alegría, qué más da. Y poco a poco su luz se fue extinguiendo
a medida que amanecía. Poco a poco su gato gris y flaco murmullaba junto a ella la belleza de su ida.
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