jueves, mayo 19, 2016

Llegamos...

Llegamos a esa casa donde los ecos de la oscuridad se cierran de golpe bajo nuestras miradas. Íbamos de la mano como renacidas de las aguas de sabiduría del amor. Un viejo árbol reposaba, tranquilo, en el jardín. Lo observábamos, lo examinábamos. Un viejo árbol ya sin hojas que insuflar a la calma de la noche. Tú y yo ensimismadas en su talante, en el precipicio de su caída.  Tu gracia me hacía danzar en el apogeo de la tibiez. Mi sonrisa elaboraba cierto aroma que te inducia al beso. El viejo árbol ahí, vigilante, eterno, magnetizante. Y lo observábamos, el, como vigía de todos nuestros movimientos. Encendimos unas velas pues los plomos habían saltado, inmediatamente después las apagamos era noche luna, de luna bella y perfecta. Se retorcía por medio de una brisa fuerte el viejo árbol. Y lo observábamos como parte nuestras singladuras bajo el atemperar del astro rey. Deseo siempre del nocturno, llamábamos. Sí, cuando los ojos rajados de la tormenta no nos pudieran mirar. A ráfagas de pasión nos amábamos, así, hasta que el alba encendía el nuevo día. Después nos despedíamos, corríamos en los huecos del alejamiento siempre con pensamiento en vertical. Qué difícil, nos decíamos, el amor oculto. Un amor que se agranda a medida que nuestros párpados se cierran y se consumen en el silencio del recuerdo.


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