Llegamos a esa casa donde los
ecos de la oscuridad se cierran de golpe bajo nuestras miradas. Íbamos de la
mano como renacidas de las aguas de sabiduría del amor. Un viejo árbol
reposaba, tranquilo, en el jardín. Lo observábamos, lo examinábamos. Un viejo
árbol ya sin hojas que insuflar a la calma de la noche. Tú y yo ensimismadas en
su talante, en el precipicio de su caída.
Tu gracia me hacía danzar en el apogeo de la tibiez. Mi sonrisa
elaboraba cierto aroma que te inducia al beso. El viejo árbol ahí, vigilante,
eterno, magnetizante. Y lo observábamos, el, como vigía de todos nuestros
movimientos. Encendimos unas velas pues los plomos habían saltado,
inmediatamente después las apagamos era noche luna, de luna bella y perfecta. Se
retorcía por medio de una brisa fuerte el viejo árbol. Y lo observábamos como
parte nuestras singladuras bajo el atemperar del astro rey. Deseo siempre del
nocturno, llamábamos. Sí, cuando los ojos rajados de la tormenta no nos
pudieran mirar. A ráfagas de pasión nos amábamos, así, hasta que el alba
encendía el nuevo día. Después nos despedíamos, corríamos en los huecos del
alejamiento siempre con pensamiento en vertical. Qué difícil, nos decíamos, el
amor oculto. Un amor que se agranda a medida que nuestros párpados se cierran y
se consumen en el silencio del recuerdo.
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