Sereno es el auge de la aurora. Un cierto firmamento gris
empaña los últimos astros en el sentido de sus alientos. Ella se eleva y se
evapora en su meditación con una taza de café. Aún es temprano. La casa vacía,
no hay muebles, solo una silla y una mesa. Se sienta y respira hondo observando
a través de la ventana, la única que posee bajo su techo, los alegres
pajarillos que anuncian una lluvia tierna, suave ¡Cómo le sabe ese café¡ Mira
los posos que ha dibujado y no halla su destino, el rumbo a tomar en esa
jornada que se asoma. Se levanta, una ducha de agua fresca la aliviará de sus
pensamientos. Se seca, se viste, sale a la calle. Las aceras permanecen en la
quietud de lo cenizo. Te yerta sobre un viejo cementerio. Ahí están sus seres
queridos, no lleva flores. Solo una visita enlazada al grito de su soledad. Sí,
sola y sus muertos. Habla y habla con ellos. Les pregunta sobre su ayer, por
qué se han ido tan temprano. Las respuesta que recibe es paralela a un mundo
lejano, un mundo que ella aún no ve ¡Por qué¡ ¡Por qué¡ Sigue preguntando. Ella
quiere ir con ellos, aquí es seducción de manos agrietadas por la sequedad de
su silencio, de los desiertos habitados por ortigas. Ellos callan, deja que sus
lágrimas cubran su rostro en esa desesperación. Se va, lejos, muy lejos donde
los cipreses y los cuervos no mecen su palabra. Retorna a su casa. Sí, ahí,
donde una silla y una mesa la espera para el juego tenebroso de su espíritu.
Cuando entra siente un aroma especial, mágico diría yo. Son sus seres queridos,
esos que se han ido. Luces verde azuladas danzan alrededor de ella. Se siente
viva. Abre su mano y en su palma se posan. Una a una clama un deseo, una
felicidad que la hace sonreír. Sonreír y continuar.
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