Llegó hasta la puerta, estaba entreabierta. Detrás el
océano, una orilla donde las olas eternas rumiaban con sutileza. Le dio la
impresión de que no había nadie y estaba abandonada, la hiedra vestía sus
paredes, tanto, que no podía observar por alguna ventana. La casa, de una nave,
era ruinas de un pasado que pudo ser enriquecedor. Entró, no había nada, solo
una especie oscuridad iluminada por un halo de luz de la mañana y una mesa en
el centro de aquella quebrada vivienda. Techos de madera, seguro que traídos de
lejos, muy lejos. Suelo de piedra como si fuera una iglesia de antaño. La
frialdad daba canto a todo su cuerpo. Se aproximó hasta la mesa, una inquietud
la apresaba para ir hasta allí. Sobre aquel polvoriento trozo de madera había
un libro que por su forma debía de ser muy antiguo, demasiado se dijo para
ella. Por unos instantes le daba cierta cosa tocarlo…se desasearía en sus
manos, pensó. Puso su mano sobre él. Oyó el ladrido de un perro, estaba afuera,
cerca. No temió y lo abrió. El perro de un color amarillento entró y se puso al
lado de ella. Se extrañó. Es como si estuviera esperando algo de aquel libro,
que ella hiciese. Leyó y leyó. Una vieja historia, supuso. Se estremeció. Era
un diario de alguna mujer que vivió bajo esos techos. Una mujer que poseía un
perro como el que estaba al lado de ella. Eran sus días, sus monotonías, su vida en
aquel lugar. De pronto un halo de luz emanó del libro. El perro amarillo ladró
y después calló con la viveza de sus ojillos. Ella no temió. Un espíritu
extraño se estaba apoderando de ella, en círculos la envolvía en luminosidad,
hasta encantarla. El perro amarillo la olía, la examinaba y un profundo
lloriqueo se hizo presa de él. Se apartó, huyendo de aquella casa desierta.
Solo ella en ese sitio. Solo la luz rodeando cada movimiento que realizaba. No
entendía, algo quería decirle. Y con llamas de fuego escribió algo en el suelo.
Al leerlo un temblor se apodero de ella. Se fue de la casa y llegó hasta la
orilla de la playa. Allí el perro amarillento esperándola. Allí una mano que
nacía del océano y se aproximaba a la orilla. El perro meneo el rabo, como de
alegría. Ella ensimismada en el pánico se quedo estática frente a esa mano que
venía, que venía a por ella. Del liviano oleaje brotó una mujer, una mujer
desnuda ensangrentada, y fue hasta ella. No hubieron palabras, sus ojos
delataba lo que quería explicar. El perro amarillo junto a ella otra vez, el
perro amarillo reconoció a su amiga muerta en raras circunstancias. “Fue él”,
dijo ese cuerpo mutilado. Ella cerró los ojos y comprendió. Acarició al perro amarillo y se fue. Nunca más volvió a
esa casa donde el dolor y la muerte eran parte de su vida.
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