Y me introduje en la profundidad de un bosque. Un bosque que
me distanciaba de la realidad. Sobre una piedra lamida por el musgo me
senté. Mis pensamientos se iban
enriqueciendo con el amanecer no claro todavía ante la densa masa de las
arboledas. Mis ojeras se disipaban a medida que consumía su aroma. No sé por
qué…su frescor…su humedad. Me levanté, así, con mis brazos tatuados de arco
iris para alcanzar algo de agua de un arroyuelo que cruzaba por mis ojos. Y
bebí…Sí, bebí de esa agua aliento fugaz de los sueños, de la vida. El día iba
creciendo en sentido de hilos solares que penetraba aquella corpulencia verde,
muy verde. Estaba aislada. Yo y el
bosque. El bosque y yo. La nada circulaba con su calidez más álgida y grande
eran las fuerzas que tomaba. Avanzaba en su cuerpo, en su forma al encuentro de
no sé qué. No esperaba nada solo el edificante himno de la paz que se puede
saborear entre sus carnes. Y me fui. Retorne a esa ciudad donde columpios de
cementos y asfaltos me exasperan. El sol en su punto más alto. El sol en la
sombra de mis ojos galopantes, galopantes en la huída. Me eclipse bajo mi techo
y abrí ventanas hacia el monte. Un viento frío me inundaba, un viento
estremecedor sobre los pilares de mi esencia.
De pronto la mirada del bosque vino a mí. Me pedía el regreso. Yo triste
y desganada era lumbre de la negatividad.
Pero el vino…Sí vino con su humedad y frescor. Invadió toda la
habitación de paredes blancas, muy blancas y un resoplido de verdor se
impregnaron en ellas. Raíces emanaban a medida que se iban agrietando. No sé
como una rama me invitó a elevar mi ser en sus entrañas. Retorné de nuevo en lo
hondo del bosque. Por qué…por qué…no lo sé. Me estaba llamando. Sí, me llamaba…Me
abracé a sus árboles. Como describir la sensación…extraña, inexplicable. Mi
alma se lleno de gozo y dicha. Ser acogida por su silencio, por su paz…
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