Un piano. Rosas al viento. Un cuerpo sentado ante él. El
eviterno aliento del otoño que lo apresa con nubes marrones, con las ásperas manos
de su suspirar. La nostalgia le acompaña. No sé qué ensoñación cubrirá su
mente. Seguro que es ella. Lejana, distante, ajena a su trance en cada trozo de
sus composiciones. Horas y horas donde el jaleo de un gallo de la madrugada lo
hace silenciar. Luego continúa sin tregua con el lento baile de sus manos sobre
esas teclas. Inesperadamente lanza un grito a su soledad, a su silencio y se estremece.
Sus párpados se cierran es como la muerte presente. Sigue. A amanecido y un
cielo azul lo invita a pasear. Se levanta, se viste y con la mirada fija en los
adoquines que pisa imagina como será ella, como se encontrará. Bajo el brazo un
diario donde anota cada inspiración. Su energía sigue viva. Su energía lo
apresura hasta volver de nuevo ante aquel piano. Se sienta ante él. Ya está
agotado de tanto y tanto teclear. No hay inspiración pero cierto eco de su
proximidad lo despierta. Ojala me recuerde, se dice. Y cae. Sí, en este mes de
otoño. Todo se vuelve amargo, con lo insípido de las jornadas. Adiós, dice. Mi
despedida está aquí. Tal vez bajo los astros de la luna nos encontremos. Ya
estoy viejo. Rosas al viento. Un piano. Un cuerpo sentado ante él. El eviterno
aliento de calladas manos.
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