Se abre la bóveda celeste para permitir el paso de
enrarecidas nubes que anuncian chubascos. Me encuentro aquí. Sí aquí, en la
orilla de la playa mirando el horizonte. El reflejo de una mar en calma me trae
mi rostros, mis manos, mi cuerpo y ensimismada me quedo observándola. De
repente el cielo se cierra con nubarrones gris-marrones y es evidente que
pronto la lluvia vendrá. Mi ser se hace más claro en esa agua tranquila, en el
reposo del oleaje. Mis dedos se agrandan y arrugan, mi cabello crece en canas,
mi rostro demacrado visiona un monte bajo su fondo. Un monte de cenizas y
magma. Eso es lo que me espera en lo que logro entender. Suspiro. Temblores
penetran en mis piernas y cierto remolino causada hace desaparecer esa
espantosa imagen. Me calmo. Todo vuelve a la normalidad, gotas resbalan por mi
tez, gotas nacidas del vientre de las nubes. Camino por la orilla. No hay
nadie, es temprano y la lluvia espanta a todos. Deprisa…Sí, me apuro y llego a
la avenida. Miro de nuevo ese horizonte cenizo y agua. Me miro las manos se han alargado sus dedos y
arrugados. Me toco el cabello solo mechones grises caen en mis manos,
enmarañados. Sí, ha sido larga la espera o mejor dicho este decir que no al
amor. Me doy cuenta que aquella verticalidad tan asumida que tenia se tambalea
para caer bajo los rastros de una vida ida. No al amor. Destino que me aprieta
entre candados hasta solo abogar como perro verde por los adoquines de la
desidia. Ahora, es tarde. Me miro las manos
y mis dedos son largos y arrugados. Cojo un mechón de pelo y es gris
quebradizo. Ya no puedo avanzar. Alguien se aproxima. Me tiende la mano. Me da
la sensación de que es como un auxilio. Se la doy. Se va y en mi solo queda
recuerdos negros, recuerdos ascendentes bajo las tinieblas de la espera.
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