Es hora de levantar, se dice. Llueve con las palabras
solemnes de la eternidad. Es hora de danzar, se dice. Se mira en un espejo.
Cuerpo pulido a través de los años, de los sueños. Solo un slip se pondría esta
vez. Quería lucir su desnudez a todos los transeúntes que pasarán. Se embardunó de aceite para resalta así su fina musculatura. Pero llovía. Un cielo gris se
perfilaba ante sus ojos. Salió bajo su techo y comenzó con sus deseos, danzar y
danzar. Aceras húmedas le hacían casi resbalar a sus pies descalzos. Le daba
igual. La gente lo miraba en sus movimientos perfectos, en esos instantes que
su brío navegaba en la verticalidad. Y danzaba y danzaba a medida que la
jornada ceniza avanza. Su rostro era dudoso. Era hombre o mujer. No se sabía.
Solo su cuerpo y bajo su vientre delataba su sexo. Y entre más lo observaban se sentía más
impulsado a su danza. Su fibrosa sustancia más el rigor de sus posturas atraían
a cada mirada. Un espectro de tristeza se le veía en sus ojos idos. Una belleza
que sin igual colmaba a todos los que pasaban. Hombre o mujer. Qué más da, pienso. Las finas gotas no cesaban. Su ser impulsado
por los que lo miraban se dejo caer cuando la tarde sucumbía en una noche larga
y perezosa. La neblina lo abrigó pero él seguía y seguía en su sudor, en su llanto,
en su dignidad. Ceso la lluvia y los nubarrones es escurrían en la fuga. Una
luna esplendorosa y armónica nacía al son que él, que ella seguía y seguía. No
pararía. No quería parar en la hermosa plateada. Así continuó con el esplendor
de sus muecas corpóreas. El cansancio no llegaba. El cansancio eclipsado por su
éxtasis.
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