Olas alzándose en el movimiento
del amanecer. Rocas donde rompen cuyo
aliento deforme inspira un halito de beldad. Playa vacía. Playas yermas de la
pisada intrusa colándose bajo la visión de ella. Se arriesgas y por un sendero
casi inaccesible barranco abajo se yerta ante ella. Sola. Con el agónico canto
de las mareas. Cuantas añejas embarcaciones habrán naufragado en el violento
arrebato de sus profundidades, se pregunta. Observa ese océano como dios que la
induce a rezar una oración por los ahogados. Se siente bien, libre. Pausadamente se desnuda. La arena se le pega a
sus piernas. Algo incómodo pero gratificante. Con la lentitud de un sol que ya
desea desembarcar y adormilar los últimos astros se enfrenta a esa agresiva
marea. Sola, con sus pensamientos, con el ronroneo distante de la soledad. Se
da un baño. No tema la furia del oleaje. Por un instante cae atrapada por una
ola que la lleva a las profundidades. Quiere salir, recibir el aroma de la
brisa pero no puede. La lleva contra rocas. Se deja ir. Se calma. Después de
unos instantes la mar la devuelve a la arena. Ella sana, tranquila, extraviada
en el rumbo a tomar. La vida otra vez. Un nuevo nacimiento se engendra en sus
sienes sudorosas, mojadas. Se viste aunque su cuerpo permanece húmedo. De su
frente mana un rayito de sangre. Barranco arriba vuelve, más ella, más vertical.
Cernícalos van a su encuentro, la observan y ella con una sonrisa les da un
beso que se extiende en la atmósfera.
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