Por qué mira ese cuadro así, me preguntaba. La observaba en
cada movimiento desde el centro de la sala y me iba hechizando, una atracción
que hacía brincos en mi corazón. Esperaba el momento en que sus ojos se comprometieran
con los míos pero las horas pasaban. Sí, las horas. Y seguía con ese
ensimismamiento, como encantada por una fuerza superior que le hacía fiel
reflejo de esa obra. Qué tendría de especial. Yo no veía nada pero ella
anonadada se empeñaba en seguir mirándolo. Una obra de mucho color, de figuras
abstractas. Intenté acercarme, ponerme tras su espalda a ver si percibía mi
aliento. Nada. Ella seguía y seguía en el esplendor de esa obra. Sin más, comenzó
a desnudarse. Sí, a desnudarse en aquella sala vacía y fría sin dejar de
mirarlo. Se aproximo a él e hizo un amago de abrazarlo. Yo detrás mirando cada
paso, cada movimiento de ella. Nadie la corregía, la detenía. La nada recorría
aquella sala. No sé como su cuerpo se fue tatuando de aquellas imágenes. Ella
igual que el cuadro. El cuadro igual que ella. Se viró y me miró. Como diciendo
aquí estoy, esto soy. No la comprendía. No entendía el significado. Pero sus
ojos…Ah sus ojos me miraron. Ahí estaba su alma, su esencia. Me dio un beso. Un
beso que colmó mis deseos. Se agarró de mi mano y me dijo, ya nos podemos ir.
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