Yeguas que alzan su vuelo, en
vertical, por las sendas de los puentes colgantes que desenvainan un arco iris.
Van hacia la promesa de sus deseos. Inquietas galopan bajo la sombra de un
almendro a medida que todo se hace palpable, real. Ella las observa con la indecisión
entre sus carnes. Permanece en una cueva donde los secretos misteriosos de su
amanecer son inciertos. La duda la retrae pero en sus sueños a lomo de una de
ellas con la celeridad del viento vio un halito de luz. Las persigue, en
vertical, por ese sendero de los puentes colgantes. Ellas no se dejan atrapar y
sigue y sigue hasta el final del puente. Ahí un túnel con la lumbre de
antorchas penetra en sus ojos, ojos que ven el mañana, esas emociones que le
esperan. Se introduce en el, en su largo caminar solo escucha el eco de sus
pisadas, las sombras vacilantes de las llamas. Tiene que llegar a su salida.
Cierra los ojos y deja que el calor de las antorchas la guíe. Llega al final.
Ahí están las yeguas pastando. Ella no se aproxima sino se acerca al
acantilado. Un día con un sol radiante la estaba esperando. Un día con el
romper suave de las olas la mira. Levanta sus brazos y se arrodilla. Respira e
inspira. Y en vertical alza su vuelo por
toda la costa de esa ínsula. Y la hermosura de su silueta y entrañas la llevan
de vuelta. De vuelta a la vida, a la alegría.
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