María crecía de
alegría y de pena a la vez. La lejanía de Juan, sin noticias de él. Sin embargo
aquel muchacho acogido bajo su techo se enderezaba, se desprendía de esas
cadenas ensangrentadas del ayer. Vamos muchachos, decía a su hijo y aquel que
había adoptado, es hora de la siembra. Y
allá en los campos de cultivo se afanaban en la labor desde el primer lucero
del alba hasta que los astros abundaran sobre sus espaldas. Pero todo no era tan calmo el recaudador iba
de casa en casa para el deber de aquellas gentes de la aldea el pago de los
tributos. Vamos chicos, tengamos fe, decía María al ver que con el paso del
tiempo la cosecha no daba a luz. Pero nada, una ola de calor sobrevino
incendiando los campos y llenándolo de plagas, la cosecha perdida. Vamos
chicos, que los dioses nos de la fortuna de poder sobrevivir, tengamos, decía
María. María con los ojos descolocados de su órbita, con la lágrima contenida.
Ellos bajaban la cabeza. Sabía que esa gran mujer se derrumbaba y no por ella
sino por ellos. Vamos chicos, tengamos fe, no pasará nada, decía María. Y el
dolor crecía y crecía. El recaudador toco en la puerta de su caso. El
recaudador tocaba y tocaba y María no sabía qué hacer. Tranquilo chicos,
tengamos fe, aunémonos. María abre la puerta, por su rostros lágrimas hacen ver
a este que no tienen nada. Ya sabe lo que le espera. La expulsión. El vagar y
vagar a otros lugares donde les den tierras para poder cultivarlas. El vagar y
vagar en busca de algún cobijo ¡La expulsión¡ A María se abrazan los dos
muchachos. Avanzan hasta el cobertizo y allí la mula y un carro de mala muerte.
Depositan lo poco que tienen en el y se van. Se van donde el destino de la
brisa caliente los lleve. Otra vez, se dice. Otra vez vagar sin rumbo, sin la
firmeza de que mañana comerás. Y Juan ¡Juan dónde estás¡
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