Una muerte suena en un violín de
habitaciones blancas, refugio de las pardelas.
Se entrega a la fuerza del oleaje que viene, que va con un susurro de nostalgia.
Se entrega a las bellas hogueras que una
luna danza en melancolía. Abrazada a una roca lisa se llena de la respiración
de las mareas, de la espuma blanca que las caracolas arrancan de las entrañas
de las profundidades. Un enorme quejido
la induce a ser espalda de esa sala donde un violín anuncia la muerte. Navega por parajes donde la espesura exuberante
de las alas la hacen columpiarse a ras del océano. Un océano viejo y cansado. Rota, cansada,
hastiada, en el herrumbre de su ser se levanta y con sus ojos abiertos traspasa
las fronteras de la desigualdad en todas sus esferas. Más allá le espera el
creciente musgo que suavizará el detrimento de una esfera de crepúsculos
marchitos, de deshilachadas sensaciones.
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