Indecisa en si subir o bajar ese barranco donde las
siemprevivas avivaban el rubor en su tez. La tarde ya escaseaba volviéndose más
oscura, una densa capa de astros se aproximaba y con ellos la luna. Por ello no
temía la oscuridad, ese animal esférico calmo la guiaría tanto si ascendía o
descendía ese barranco. Se preguntaba que se encontraría allá arriba, se preguntaba
que se encontraba allá bajo. Pregunto a la brisa sutil que acariciaba su
tez si subir o bajar. La respuesta fue inminente. “Sube hija de la noche para
que compruebes las antorchas basculante de tu hábitat. Para que contemples la
belleza de las estrellas cuando la tarde guarda su espada malva anaranjada. Solo
habrá oscuridad pero en ti existirá el brillo natural de tu mirada. “ Y subió
el barranco. Le costaba. A gatas agarrándose a cada piedra segura logró llega a
la cima. Cuando se miró las manos todo era sangre, tal había sido su esfuerzo
que se sentó. La noche ya era presente. Ahí estaba la luna con los astros como
vigías. Miro abajo. El pueblo estaba lejano. Las farolas como luciérnagas estaban
encendidas, estáticas y un cierto frescor resbalaba por todo su cuerpo. Le
pareció maravilloso ese insomne mundo. Ahora no sabía qué hacer. Sí quedarse allí
hasta el amanecer o descender. Desde esa
ventana abierta a la tierra elevo sus brazos. Sus brazos castigados, fatigados.
Plumas nacieron. Plumas de un rojo purpúreo. Levanto anclas y comenzó su vuelo
barranco abajo. Avisto un arroyuelo y de él bebió. Al final su pueblo que ahora no lo veía.
Hacía el volando se dirigió y cuando llego desde la altura que estaba se fue
quitando pluma por pluma. Plumas que entraba en cada una de las casas. Las
campanas tocaron y supo que era la hora. La hora de dejar todo e irse. Se
marchó caminando por el cauce del barranco a otro lugar, a otra vida.
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