Largo es el recorrido inmerso en
la sutileza de mirarte. No se te imaginaba de forma distinta. Amplia gaviota de
plumas doradas que emerge de los cráteres de la esperanza. Pero no. No eras así, tus ojos vestidos de
gris y canturreando alguna melodía del ayer. Algo que en la memoria te hacia
retroceder y albergar momentos entrañables, bellos. En tus cartas escribías de
algo, de una necesidad de encontrarnos en algún lugar donde las fuentes bajo el
sol refrescaran nuestros cuerpos. Me gusto eso. Eras alta y delgada, con unas
manos solemnes. Manos cuya caricia te remonta a vergeles cuyo eco es
simplemente el izar de una sonrisa. Ay, tu sonrisa. Siempre intacta. Siempre columpiándose
aunque la jornada se empecinara en ser ceniza. Así te quiero. Así te recuerdo. Aquí
estamos ahora. Cara a cara. Pides un café y tus palabras surgen como si de toda
la vida nos conociéramos. Son instantes eternos. Instantes que nos pierden en
el olvido. Tus cartas las guardaré en algún lugar donde el eclipse de mis dedos
sean campos de jardines sin flores. No más quiero leerlas. Te prefiero así. Tal
como te observo en este presente. No sé por qué las escribiste. Te imaginaba
distinta. Por ellas estoy aquí, ante ti. Con la realidad danzando bajo mis
ojos, bajo tus ojos. Sí, dame la mano. Me hace sentir fuerte, vital. Dices que
te vas. No. Todavía no. Deja que aspire el aliento de los mirlos al verlos
pasar. Deja que bese tu tez como signo de la belleza. No te olvides escribirme.
Te lo digo por si acaso no regreses. Me dejes aquí, con mis codos sobre esta
mesa pensándote, amándote.
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