Entré y te encontré sobre las ramas de los sueños que trepan
hasta esa ventana con vistas a un firmamento donde los astros toman de la mano
rostros anónimos. Te preguntabas, quien serán. Sí, gente que divaga por la
atmósfera perdida después de la despedida del ocaso. Gente que después de ser
fosa en las profundidades de la tierra emergen como estelas de un lugar
desconocido, impreciso. Quisiste hablar con ellos pero algo te alejaba, te
hacia gravitar en las entrañas de tu esfera azul. Más tarde, pensaste. Cuando
mis manos de salitre culminen como marchita onda del océano. Invisibles a tus
ojos, a tus sentidos quisiste aproximarte aunque la senda de acantilados donde
el oleaje muere fuera tu propia muerte. Los veías tan calmos, tan embriagados
en perfección que querías ser uno de ellos. Su luz, centelleantes yeguas que se
arriman a la belleza. Pero te detuviste, si te paraste cuando de la mar las
caracolas y estrellas marinas te llamaron con el rumor de la espuma. Ven aquí,
te dijeron. Y fuiste. Fuiste donde la mar serena te llevaba hasta la orilla. Caminaste
y caminaste sin sentido. Te daba igual. Todo era hermoso. La noche se hacía
largo y los astros te miraban. Confesaste tus secretos a ellos. Sí, a ellos.
Por qué no. Te escuchaban y con su
silencio te respondieron. Un silencio que motivo cierto bienestar en tu
espíritu libre. Me miraste. Bajaste de aquel árbol que a los astros del
nocturno mirabas. No me dijiste de nada. Simplemente te marchaste. Te deje. Más
nunca volví a verte. La confusión me llevo hasta cada noche contemplar cada
constelación cuya silueta te reflejaba.
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