Un agujero. Enorme en medio de una llanura donde la llegada
noche era animal de pasos lentos. Una luna cruzada en forma diagonal se
tambaleaba a medida de que ella prendía sus pies en la hierba húmeda. Ella la
guiaba. Ella le susurraba. Ella la acariciaba con el sutil velo de su luz. Y ahí, en medio de la nada, del
silencio, un agujero. Se paro ante él. Y con sus manos bálsamo de agua de luna
penetró en él para averiguar su profundidad. Era mucha. Se había cavado hace
poco por los chorros sutiles de agua que desparramaba en sus flancos y posaba
en su fondo. Pensó, este es el mío. Aquí abandonaré toda tempestad que me
acosa, me persigue y me mata. Su rostro
se lamia en la palidez y unas fuerzas escasas. Quiso entrar. Tirarse y
acabar con todo. Era su hora. Ella lo sabía. Mientras mariposas danzaban a su
alrededor. Mariposas sin alas, sin ánimo. Se sentó. Metió una pierna y después
otra. De esa nada. De ese agujero se engendró una mano. Una mano que corría por
sus piernas como extrayendo todo mal. La noche avanzaba y con ella se sentía
como parte de aquella atmósfera. La mano agarró una de sus manos. Le cedió todo calor que ella necesitaba. Se
levantó y miró fijamente ese fondo. Pensó, mejor será dejarlo para otro día.
Todavía no es mi hora. Y su rostro
pálido se volvió hacia la luna. Mírame, dijo. Aquí estoy buscando los secretos
del alma. De alma que no se ve, que no se toca. Otra vez camino de vuelta. De
vuelta a casa. A él lo he abandonado. Me ha rechazado. Y en ese rechazo he de
comenzar una nueva vida, que la alegría sean los astros que esta noche
embellezca la ruta del ensueño. Sí, me voy. Ya vendré. No sé cuándo. Ya te
contaré amada luna. Pero ahora me
embriaga la calma. No sé será el silencio que se mece aquí, en este lugar. La
armonía de este mundo cada día más extraño.
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