Un cielo plomizo. La caída de la
tarde. Algún resplandor violáceo se dejaba ver. El frío como cuchillos que
cruzan el rostro. El frío galopando a ras de sus pasos. Pasos que se perdían en
el monteverde cuando nadie la acechaba.
Eran horas de recogimiento, de estar bajo un techo al calor de un fogón,
de hogueras que se esparcen por ese pueblo ya lejano. Intento mirar atrás pero
la sombras más la oscuridad solo era ojos para el verdor, para la humedad, para
las pisadas que ella daba. Encendió una antorcha y hacia la gruta se dirigió.
Allí la esperaban. Cuando llego a las afueras la música le alborotó el corazón,
su latir se hizo más acelerado y atraída por ella penetró. Panderetas, flautas
y chácaras sonaban a un ritmo vivo, ardiente. Eran los desprotegidos del
pueblo. Que en el azocar de un invierno se motivaban saltando, danzando. Al verla todo se detuvo. Una extraña. Se
pusieron cada uno de ellos una máscara y le ofrecieron una a ella. Es mejor no
reconocer al enemigo, a esos que nos deshecha en las esfera de este lugar, dijo
uno de ellos. Ahora la diversión, el calor de la danza que viene y va con el
ritmo de nuestras manos e instrumentos. Que la pena se ahogue con el fulgor de
nuestros cuerpos al compás de una noche de helada. Que los llantos se diseminen
en los arroyuelos de la naturaleza para que se los lleve lejos, muy lejos donde
no podamos hallarlos.
Ella los miraba, mirabas sus caretas. Todos desconocidos con
un auge de misterio. Un cosquilleo penetró en su cuerpo y comienza la danza.
Esa danza que hermana los corazones en sentido de la libertad, de la igualdad.
Cuando todo terminó retorno al pueblo. Las luces del alba bajo una sombría
bóveda le decían de la vereda que debía tomar.
Una brisa del norte la refrescaba para olvidar. Olvidar los enigmas de
las noches de invierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario