Su paseo incesante por las
enrevesadas raíces de la vitalidad. En el bosque la bruma se hacía más densa,
más mezclada con la humedad de una vieja tierra. Ella caminaba lenta, insonora
a toda polución de las personas. En sus pensamientos daba prisa a ese aire frenado de los ayeres, amputando cada secuela
cristalina que nos hace retornar. Un
empujo la hizo adentrase más y más en esa masa arbórea hasta llegar al árbol más
grandes. Relucía con su corteza marrón grisácea más que los demás. Se situó
frente de él. A ras de su pie nacía una
oquedad que la invitaba a introducirse. Penetrar las entrañas nobles de aquel
majestuoso árbol. En su interior era
todo oscuridad pero la calidez que insuflaba la invitaba a quedarse hasta que
el amanecer broncíneo retumbara en las campanadas de su aldea. Y espero. De vez
en cuando dormitaba y sueños se hacían con ellas. Sueños de una vieja espera
donde los navíos del destino alzaban sus velas con la luna clara. Allí estaba.
Navegando, navegando…Por los pasadizos del océano que la llamaban. Las campanas
sonaron y ella salió del cuerpo de aquel árbol. Lo miro, lo acarició. Y su
paseo se torno hacía su pueblo. Todavía callado. Con sus calles empedradas eco
de los pasos de ella. Llegó bajo su techo. La casa estaba vacía. Se asomo desde
una de las ventanas y allí en la lejanía el árbol. Ese árbol que le hacía un
guiño como el despertar a una nueva aventura. “ Quizás no sea muy tarde”, pensó. Se mudo de ropa y salió de la casa. Saludaba
a todo vecino y se dirigió al campanario. Las campanas todavía sonaban.
Detenidamente observó ese movimiento pendular. En ella penetró el aroma de sus gentes, de sus
costumbres. Y sola entró en la pequeña
iglesia. No había nadie. Se sentó en una de sus sillas y absorbió la fragancia
de sus paredes antiguas, de su historia, de su vida.
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