Brotó entre arbustos cuando un
cielo se cubría de nubes pesadas, de nubes brutas, de nubes de agua que pronto
estallarían en un chubasco. Ella se la
puso en su pecho. Cansada, extasiada la miró con ternura. Hija de mi vientre.
Hija de la naturaleza. Su cuerpecito no era que más una masa ensangrentada que
quería mamar del pecho de su madre. Solas, en medio de un boscaje de mirada
fría, de tacto húmedo. Ella lo decidió así. Parir en aquel lugar que le daba
vida, estaba agradecida a él. Sí, el reino natural como manantial de su dolor
por unos instantes. Sola, que más necesitaba. “ Hija mía, aquí estás en la
sombra de este monte que me ha visto crecer. Es lo de más valor que poseo.
Venir aquí y respirar. Sentir…Sentir su frescura intacta en los años que
corren. Aquí no hay prisas. Solo la musicalidad de los arroyuelos que me calman,
que me besan. Solo la caricia de la brisa que me llena, que me aman”, dijo a su
hija. Un cuervo se aproximó observando
con extrañeza aquella estampa. De su bruta voz salió una especie de sonrisa. “Vienes
aquí. Das a conocer esta tierra sembrada de bellezas a tu hija. Qué bueno. Si
todos fueran como tú. Amar el aire que respiras. Amar las raíces que se
engendran bajo tu cuerpo. Amar esas hojas secas que caen sobre tu piel. Y vivir”.
El cuervo se marcha tras sus palabras, se aleja silencioso no quiere despertar
la criatura. Y llueve y llueve por unos instantes. Después en un hueco entre las
cimas de los árboles el majestuoso sol. “ Aquí estoy. Os daré calor. Esa
calidez tras la lluvia. Agradecido estoy que me mires. Sí, me miras como si yo
fuera la luz que os da vida. Solo soy una pequeña fogata para ustedes. “, dijo
el sol. Y el sol sonreía y ella lo miraba. Se levanto. “Ya es hora de irnos
bajo un techo. Nos echaran en falta. Bueno a mi…De ti no saben nada.”, dijo la
madre. Un coro de lobos se aproximó y las mirabas en ese andar pausado. Ella
con sus piernas ensangrentadas. Ella con su vestido sucio y meciendo a la niña.
“ Todo es perfecto en estas tierras. Ya
os vais. Adiós queridas, no os olvidéis de nosotros”, aulló uno de ellos. Cuando llegaron al pueblo las antorchas ya
estaban izadas. Bajo su techo la madre lloraba y lloraba de rodillas frente a
una foto con muchos santos. Al verla aparecer su rostro se espantó. Con las horas asimilaron la decisión
de ella. Aquella noche, la luna lucia su traje blanco más puro.
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