Contemplaba
las aguas reminiscente del ayer. Aguas que correaban en el curso de las horas,
de los días, de los meses. Sumisa a su juego encendía hogueras que dibujaban tu
fisionomía. También corrías con el soplar de la brisa hacía mi. Tu espíritu
albergaba cierto aroma que intentaba atrapar en mis sentidos. Pero la levedad
de tu susurro se iba. Sí, se iba hacia donde nadie habita. Te habías ido. Y yo
también corrí, corrí hacia ti. Halle una gruta. Una gruta profunda. Allí me
refugié. Me encerré eternamente conquistando todos los recuerdos del ayer. No
salí jamás. Me alimentaba de cada imagen que venía de tu esencia, de tus manos
con las mías. Y llorar y llorar. La oscuridad y el frío lugar me auxiliaban a
estar más cerca de ti. Las jornadas pasaban. Mis ojos se iban apagando, tanta
luz perdida hizo que me agarrara más y más a esa cueva. Me molestaba la
claridad, el tic-tac de mis pasos en el exterior. Me acostumbre. Solo en la
noche y las campanadas silenciosas luminiscente de las constelaciones salía de
mi agujero. Muerte en vida. Vida muerta. Era presa de un otoño donde las
ventoleras me arrastraban más allá del hambre. Y así me quede. Con ese ayer
lleno de alegrías, de alguna otra pena. Bebía de las aves nocturnas que me
llevaban hasta ese arroyuelo. Me alimentaba de las raíces que emergían del
barro. Curioso, no echaba nada en falta. Solo su ser que me azocaba en un soñar
despierto. La veía…La veía latente, bella. Que más necesitaba. Nada. Solo el
venir de su aroma, con eso me bastaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario