Iba tu encuentro. Sí, un encuentro entre las
nubes malvas de la caída de la tarde. No te vi. No te encontré. Solo el
ronroneo de un misterio que impregnaba mis manos de aridez. Liada a la añoranza
volé. Sí, volé muy alto donde los acantilados alcanzan la muerte, el deseo.
Dónde te hallabas, me preguntaba. Pero un humo en espiral y negro me relataba
que habías desaparecido más allá de las mareas, del fuerte oleaje que hace los
cuerpos se rajen, que las almas olvidan.
No me convenció la respuesta. Y volé. Sí, volé hasta ese horizonte donde
las criaturas son fuente de felicidad. Y ahí estabas. Arrinconada. Sonriendo.
Callada. Me gustó verte pero había algo más. Calaveras danzaban a tu derredor.
Y ahí estabas. Arrinconada. Sonriendo. Callada. Intenté aproximarme. Imposible.
Una barrera invisible me impedía el paso por más que lo intentará. Me di cuenta
de que estabas lejos, muy lejos. Arrinconada. Sonriendo. Callada.
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