Y dije que iría
a verla. Sí, a mi ahijada. Esa que apadriné vía carta hace tantos años. El
viaje fue largo, fue arduo pero la grata sorpresa de encontrarme cara a cara
con aquella joven que ya contaba con 17 años me lleno de gozo. Sí, gozo. Una
alegría que derramo lágrimas y lágrimas por mi tez. Vivía en un pueblo de no
más cuarenta familias. Y ahí todos estaban. Sí , todos. Me miraban. Con una
mirada dulce, extraña de otras tierras, de otros lares. Mis movimientos fueron
torpes al encontrarla y la emoción indescriptible. Familias muy humildes, digo.
Otra cultura. Otras gentes. Qué enriquecimiento a ser, a mi esencia. Que serán
de sus pensamientos. Todos callaban. Nos fuimos a dar un paseo por aquel bello
lugar y todo el pueblo detrás de nosotras. Guirnaldas de flores elaborados por
ellos recorrían mi cuello ¡Su aroma¡ Me transmitía un cierto equilibrio entre
los seres humanos, una cierta verdad de lo bello que puede ser la vida. Allí
los dejé. Me fui. Una pena ahondaba en mis entrañas. Un tremor cuando me
despedí. Esto es así. Ese nocturno un sueño se introdujo en mi cerebro, un
sueño con cierto mensaje llevado por el viento en la última rama de aquellas
arboledas de aquella aldea. Volverás. Cuando desperté todo era difuso. Tenía
que partir, me dije. Pero con el paso de las estaciones retornaría. Sí retornaría
para simplemente ver la verticalidad de ella, de otros bajo el techo de astros
que me dicen que sí. Que sí, que todo es posible.
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