El sol viene. Viene con sus alas
de bronce coronando nuestros pasos a través de cada esquina. La calma golpea en
nuestros rostros acicalados por un beso que se extingue, que se difumina, que
se pierde en las huellas sin rastros. Ahora solos avanzamos. Sí, avanzamos
contra una ventolera que precipita rosas sin pétalos pero logramos aun en el minúsculo
llamamiento de la esperanza absorber de su último aroma. Los rayos inciden sobre nuestros ojos y
eclipsamos por unos instantes nuestra mirada sobre ese océano eterno. Suspiramos.
Respiramos hondo hasta llegar a nuestra conciencia. Ella saboreará todo ese amor
ido, toda esa caricia evanecida en el interior de un cuenco de lágrimas.
Caminamos, seguimos nuestro ritmo lento y cierto con la entrega a la vida. Todo
es pasajero. Solo queda algún resquicio insignificante del goteo del ayer. Un
gotear que se va, que va… A las profundidades de la nada. Chas, hacemos un
hoyo. Un hoyo muy profundo y de ahí nacerá esas raíces que nos edificaran el
mañana. Un mañana incierto, donde merodea la rabia y la impotencia. Dan las
noticias. Escuchamos. Escalofríos, temblor, caídas, ahogamiento. El mundo gira
y gira. Sin entender que es preciso anunciarnos en la calma que golpea en
nuestros rostros. El último beso se fue. Ya. Ya. Qué más da. Ahora somos
incertidumbre de la pena de los otros. Sí , de aquellos que en un campo de
refugiados son envueltos en sábanas blancas de muerte. Sí, de muerte. Y más
llantos. Y más agonía. Danzad. Danzad. Elevemos nuestras manos al canto libre,
al canto de la paz. Seamos murallas infinitas a las armas, a las guerras. La
humanidad con sus mismos errores. Siempre. Siempre. Una y otra vez. Una y otra
vez. Seamos murallas infranqueables al lamento, a la herida, a las fosas
comunes. Sed. Tenemos sed. Sed de esperanza. No. No. El gemir de un niño roto
estalla en las sienes. No. No. Qué somos. Seamos murallas donde se respira ese sol
venido y nos enciende un halito de alegría.
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