Ascendía la cuesta. El calor del mediodía
era agotador, gotas de sudor transcurrían por mi espalda como peso que había
que soportar. Casas abandonadas andaban a mi paso en ambos flancos. Me introduje en una de ellas. Un temblor del
inframundo me azotó. La atmósfera se volvía extrañas y las gotas de sudor como
navajillas que hacen sangran se transformaron. Me eche mano a la espalda, un
sustancia roja carmín bajaba por ella mientras sentía un gemido no lejano pero
no sabía de dónde venía. Me estremecí. No ya por la sangre sino por lo cargado
que estaba el ambiente. Un ambiente cruel, aromas que se fugaban de la beldad,
de lo agradable. Una gota calló sobre mi
mejilla. Era mi sudor. Se como es mi sudor. De repente imágines y más imaginas de la nada.
Era un entierro. Mi entierro. El calor
volvía con una mezcla de ahogo. En un ataúd blanco y solitario era velado por seres
que solo emitían luz. Quería acercarme, tocarme pero no podía una fuerza emergente
de no sé dónde me absorbía, me absorbía a otra vida. Un camino de flores se
arrojaba en mí andar. No sabía a dónde iba, no me importaba. Otra vez aparecieron las mismas casas con algo
distinto, tenían gentes bajo sus techos, había alegría. Un sol despertó mis
sentidos, un sol que no atosigaba, que no agobiaba. Me toque la espalda. Gotas
de color ahora resbala por ella y la dicha me impregno de esta vuelta, de esta
vuelta a la vida.
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