Y tocaba un
violín. Yo la observaba en cada movimiento espontáneo y ávido. Hipnotizada
admiraba ese violín que transmitía algo
especial. Una música que me hacía confundir la realidad con el sueño, el sueño con
la realidad. A ella, la veía más bella. Joya que se mece en el sentido de las
mareas y un viento que no cesaba. Estábamos en una calle céntrica. Yo sentada
en un muro. Ella, de pie. Y tocaba el violín con la melodía de la memoria. No
sé qué añoranza se desprendía de él. Quizás el alma de ella. Ella tan bella. El
tan correcto, tan perfecto. Y yo desde el muro intentaba alcanzarlos.
Alcanzarlos con unos ojos que no sentían el paso el tiempo. Un tiempo que nos
arrastra, que nos estrangula, que nos destripa para luego continuar. Embelesada
a cada nota, a cada sonata era singladura de mundos infinitos, de esos mundos
paralelos que tal vez deseábamos vivir. Pero que belleza. Ella estática y solo
sus manos. Manos huesudas, frágiles, pálidas invocando al corazón. Latidos que
con celeridad al ritmo de esas cuerdas. Y tocaba un violín. Sí, yo desde el
muro la escuchaba. Ella vertical impregnaba con un cierto aire que daba aforo a
la imaginación. Nubes blancas pasaban lentas pero dejaban algún resquicio de ese
cielo celeste. Las horas andaban y andaban. Pero ella no se detenía. El violín
y ella. Ella y el violín. Una misma sustancia flotante que me llevaba a la
calma. Me imantaba, me absorbía, me adhería a esos instantes donde todo parece
eviterno en el recuerdo.
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