Nubes aterciopeladas
que gritan en su huída. Un sol dorado que se arroja contra las rocas. Una gruta
donde el murmullo de sus aguas hace embeberse a los que la escuchan en un sueño
profundo. El penetra, se introduce en ese cuerpo hueco donde los manantiales
dan aliento a la vida. Ahí, según le han dicho está la cumbre del amor, de los
deseos. Sí, en sus aguas cristalinas. Aguas que miras y no sabes de si es
profundidad o el reflejo de ese techo que colma la gruta. Se mira, el reflejo
de su mirada lo invita bucear por esas aguas. Busca, busca. Busca el deseo, el amor.
Pero algo que lo detiene. No halla nada y sale a la superficie. Todo es
silencio, solo el eco enrarecido de sus movimientos. Se mira otra vez en esa
agua y no ve sus ojos reflejados. Solo, un corazón agrietado por el peso de los
años. Ya no puede amar, ya no desea. Pero aun así se siente bien. Descubre una
luz nocturna que entra en la gruta. Es noche de luna. Su alma cansada se
arrastra hacia ella. Las llamas blancas
de la luna lo miran. El también mira. Se pregunta qué ha hecho. No comprende. Afuera se dirige a la
colina más alta. Una mezcla de maleza le ata sus piernas. Cae. Y en ese estado
inconsciente sueña. Sueña con ese amor, con ese deseo. Cuando despierta ante él
una imagen difuminada con cuerpo de mujer le tiende la mano. Aquí estoy, le
dice. Por qué ir tan lejos.
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