Qué escucho.
Es el sonido de los violines llevados por el viento. Un viento que viene como
norte de mis pasos. El agua corre. Un riachuelo de esperanza penetra por mis
poros y soy ave que emigra a tierras desconocidas. Aquí todo ha acabado.
Necesito ese resurgir de mis cenizas, de mis huellas extirpadas al son de mis
pisadas. No. No tengo prisa. Me estoy preparando para ese viaje donde tendré
que cruzar el océano como nutriente esencial a mi nuevo nacimiento. Ahora
observo. Observo esta casa sola donde las paredes ya ni hablan. Un silencio que
circunscribe temblor a mis huesos. Sí, sé que puedo. Arribar donde el sol no se
escabulla con la entrada de brumosas desperdicios que ahora caen sobre mis
manos. Manos frágiles. Tanto peso. Tanto castigo. Te digo amiga que ya he terminado. Sí he
acabado con estas rejas que rodean mi espíritu y ahora soy libre. Me voy. Por
qué no. Aquí ya no tengo nada que hacer.
No ves como la vejez es sombra que me merodea. No ves que el agotamiento desfallece mis alas. Y las necesito. Las
necesito para retomar mi vida. Escucha. Escucha. Un piano me dice que todo está
próximo. Que es hora de levantar el vuelo lejos, muy lejos. Donde la calidez
sea manantial que corra por mis venas. No. No hables si es para decirme que
espere. La espera ha sido muy larga y siempre lo mismo. La monotonía. No
soporto la monotonía de los colores que se engendran frente a mi mirada. Sí,
cambiar. Ya es hora. Ya es ese tiempo donde el crecer de mi verticalidad se
lanzará y se irá. Deséame buen viaje, digo.
Haz lo que quieras. Me voy con los sueños envueltos en mi corazón.
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