La tarde se
emancipaba del canto de los pajarillos. A ella le gustaba acostarse en las
ramas. Sí, en las ramas de un árbol fuerte y que mantuviera su peso o su
levedad según se mire. Apaciblemente descansaba y miraba todo ese horizonte de
arboledas y montañas que ejercicio una atracción sobrenatural sobre ella. Era
sobrenatural ese magnetismo que sentía. Soñaba despierta y cada deseo se hacía
realidad. Soñaba con hermosas cascadas que caían libre en una isla donde todos
sus seres eran felices o poseían ese equilibrio para llevar sus vidas adelante.
No había pobrezas, injusticias, egoísmos, envidias y un largo etc de palabras catastróficas
que aquí no tienen cabida. Cuando despertaba se ponía de pie y de un salto
bajaba hasta que la tierra enterrara sus pies, hasta que la hierba cubría sus
rodillas. Y corría. Sí, corría sin agotarse solo con el aliento de la brisa que
daba sobre su cara. A veces se detenía y
cogía una flor. Separaba cada pétalo y se preguntaba que si alguna vez hubo un
tiempo así. La interrogación quedaba cuando alguna mariposa se cruzaba en sus
ojos. La miraba. Saboreaba su danza lejana y con el corazón acelerado la
perseguía. Tal vez ella le daría algunas respuestas. Llego hasta una cueva. Una
cueva de esas en que sus antepasados habían vivido y se introducía mirando,
pensando cómo podría haber sido aquella vida. Sentía cierta nostalgia. Una nostalgia que se engordaba a medida que
penetraba más y más adentro. El frescor de aquel lugar…La invadía no se qué
cavilar de cómo pudo ser aquella vida. De nuevo salió al exterior algo
entumecida, algo sorprendida por el mundo que acaba de descubrir y dejaba pasar
a su mente fotogramas del ayer, del muy ayer. Recordó que tenía que volver.
Volver al mundo de suyos donde todo era monótono, donde todo estaba
corroído. Pero decidió que no se fue
aquella rama del principio y allí se quedo. No quiso bajar más. Hasta que la
mano sincera le dijera todo cambiará.
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