Que suceso tan grato. Los rayos
del sol inciden sobre mi ventana después de la tenebrosa neblina. Parece como
si mis sueños los hubieran estando llamando día tras día. La lluvia ida. Una
lluvia que sentencia la pureza del aroma del aire. Todo es ahora límpido, se
respira cierta fragancia que hace que los barquillos se lancen por las mareas
de la calma, de la soledad. Mi corazón late. Latidos que se entregan a la
suavidad de esta jornada donde los pajarillos con sus cantos vivos da colorido
a mis pasos. Me arrodillo. Si quiero arrodillarme y en esa meditación vagar por
los deseos que imperan en mi espíritu. Espiro e inspiro y una gota de cierta
alegría matizada por la nostalgia me embarca por mundos desconocidos, misterios
que ejercen tal atracción que soy imagen de ellos. Ay, la mañana. Una mañana de
domingo. Lloro no se por qué. Hay algo que en el gozo de ser habitante de esta
isla me hace encariñarme con la entereza, con la calma tras un naufragio de mi
verticalidad. Ahora con mi peso sobre los pilares renacidos de la esperanza
cabalgo a ras de verdes montes donde el frescor del tiempo ido deja su olor.
Olor que se mezcla con mi cuerpo en las profundidades de mis pulmones. Cabalgo
y cabalgo con celeridad y siento la brisa que despierta mis sentidos. Aquí estoy.
Estoy aquí. Entre la duda y el callado ronronear de mi mañana ¡Qué será¡ ¡Qué
será¡ Tengo ganas de desnudarme y me desnudo ante la mirada de ojos callados
del vacío. Sentir la madre tierra como diosa de las inquietudes que azotan mi
alma. Y sigo. Sí, sigo. Corro hacía un arroyuelo que han dejado las lluvias y
de ahí bebo. Bebo del elixir de la vida.
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