Sentada. Si,
estaba sentada en la escalera esperando su deseo, sus sueños. Casi no pensaba,
solo creaba una imagen de aquel ser que le daría la mano y le ayudaría a
levantarla. Intensificaba su mente y en
ella relucía alguna luz, una luz donde el roce su piel con otra fuera el
estallido de sus sentidos. Esperaba así llevaba años. Sus músculos contraídos
anunciaban que no podría seguir la senda del amor cuando llegase. Pero un
halito de energía constructiva le decía que si, que todo pasaría. Ese sol, el cual
no incidía en sus ojos hacía mucho tiempo. Solo girar y girar en una guitarra
que no sonaba de muy lejos. La escuchaba continuamente, todos los días a la
misma hora. El rasgueo era melancólico, triste, abarcaba para ella toda su
vida. Mientras en la urbe un movimiento feroz de bocinas y polución, unas
animadas pisadas de transeúntes cuyo rostro desconocía. Su melena cana era enmarañada
y larga, muy larga. Algún que otro vecino en la escalera le dejaba algo de
comida. Comida que no probaba en esa larga y lúgrube espera. Se alimentaba solo
de esa guitarra y de una pena que hacia de su tez un campo minado lástima. Si,
daba lástima ¿Por qué?, se preguntaban. No sabían si llamar a un loquero pero
era ya tanto tiempo y ella tan inocente que daba cierta cosa. Sumisa en la
espera, esa espera que se prolongaba en noches sin luna, sin estrellas que ella
pudiera divisar. Hasta que un día. Sí un día de esos normales como cualquier
otro que alguien avanzó hasta ella y le habló. Sus palabras calidas y sutiles
no le transmitían nada. Es como si un muro de ortigas la envolviera en su atmósfera.
Estaba cegada, sorda. Nada se podía ser contra los acantilados que sobrevolaba.
Y así la dejaron. En esa esfera de cristal hasta que la muerte se hiciera con
el olvido. Y así la dejaron. En esa miseria de su ser hasta que un ataúd fuera
su nuevo lugar.
1 comentario:
Un relato un poco tétrico, querida Dunia. Pero sigue adelante.
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