Los días. Sí, los días. Eran aquellos días cuando un pueblo vivía
atormentado, cuando las montañas dejaron de hablar y comenzaron a vomitar
sangre de dolor, de angustia. Días en que el astro rey secaba todos los
manantiales que le daban vida. En
aquella tierra asolada donde la infertilidad de sus cultivos y el errar de sus
gentes a otros lugares donde buscar cobijo y el crecimiento de su ser todavía
quedaba unos pocos. Unos pocos cuya fe fuera lumbre de un mañana mejor, cuyo
arraigo venía de sus antepasados involucrándolos en lo estático de sus
movimientos. Solo una espera, una larga espera en medio de una guerra. Ahí había una familia. Una familia humilde
con sus gallinas, con su ganado, con lo poco que daba la tierra. El padre
llegaba y ahí yacían dormidos la madre y el niño. Un sueño tal vez de un futuro
más realizado, más coherente con el surgir de las jornadas. Atrás había dejado
sus cabras. Al sentirlo ellos despertaron. Ellos se miraron. Y la pena es
sombra que muele los corazones. A la mesa se sentaron en la mesa. La mujer
preparó de lo poco que tenía. Cuando hubieron terminado el niño se marchó fuera
de ese techo de ese techo aquejado por la miseria. Los gallos aún andaban en su rito del
crepúsculo. El tenía ganas de jugar. Iba tras de ellos. La madre y el padre se quedaron en casa. Ella
recogiendo en silencio. El mirándola fijamente cansado.
-¿Por qué me miras así? ¿Pasa algo?
-No.
-¿El niño?
-Jugando fuera.
-Dile que entre.
-No hay nada malo que el niño juegue afuera.
- Las cosas no están para que un niño solo este ahí, mejor está en casa.
Entiendes.
-Si, mujer.
-Anda. Dile que entre. No entiendo tu mirada. Intentas decirme algo pero
algo te detiene. Dime.
-El niño no está.
- ¿Cómo lo sabes? No has mirado.
Los ojos de madre. La palidez paulatina que se
le incorporando. Tiró todo lo que andaba recogiendo en un acto de violencia al
suelo. Lo miraba. Miraba a su marido como quien mira a un extraño, a una bestia
negra entregada a la maldad.
-
¿Dónde está? ¿Dónde está mi niño?-grita con el tremor de su cuerpo- Desgraciado, ¿Qué has hecho de
nuestro hijo? Quiero verlo ahora, ya. Te lo suplico.
-
Yo no tengo la culpa. Es la obligación. Se lo han
llevado para que se haga un hombre de provecho.
-
No. No puede ser. Esto es mi muerte.
-
No digas bobadas mujer.
Una bóveda celeste era ya resurgir en esa
pequeña aldea. Un celeste sucio, lleno de malicia que se introducía en todos
los hogares en busca de chicos y chicas para llevarlos como militares. Los
pocos árboles que había se retorcían más con sus secas hojas, con sus raíces
quemadas de tanta sequedad. La puerta suena. Alguien toca. Ella conoce el ritmo
de esos nudillos y abre. Es el cartero que con su bicicleta oxidada llega.
-
¿Cómo se encuentra señora?
-
No me mires así. Mis días son declive ¡Qué injusta es
la vida¡ Mi pequeño me lo han arrebatado ¡Oh mi niño¡ Aún tan frágil. Tan
inocente. No, no puede ser. Sé que la realidad es esta. Pero no la asumo ¿Lo
has visto por casualidad? ¿Sabes algo de él?
Con lágrimas en su rostro interroga al cartero.
El suspira. La pena le invade aún más a ver esta madre, al ver tantas madres
que han perdido sus hijos.
-
Cálmese señora. Así no conseguirá nada. No…no he visto
a su hijo- dice el con un pesar.
-
¿¡Cómo que no¡? Tú que te recorres todo, sabedor de
todos los chismes, de todos los secretos de esta aldea y del más allá no sabes
nada de él. Dime algo, busca algo, entérate de algo. Tú lo conocías.
Agarra al hombre por el cuello en
esa suplica de ser él quien le puede dar alguna información. El único. El se
deja. No responde. Solo era estática rama que se dejaba balancear por la furia
de ella. Hasta que llega el agotamiento. Se tira de rodillas y llora y llora.
El cartero impresionado e impotente permanece quieto, no sabe que hacer.
-
Tome una nota para usted. Señora yo no tengo la culpa.
Yo solo soy un recadero. Lo siento.
-
¡No sabes¡ ¡No sabes¡ Iré de aldea en aldea en busca de
él. Y lo traeré ¡Oh mi niño¡
El cartero se va a la velocidad de la luz. La brisa se ha levantado y
anuncia un mediodía pesado, denso donde la incidencia de los rayos solares más
la tierra entorpece las miradas, los pasos. A lo lejos esas montañas perdidas
en arboledas, algo que no se logra ver en el pueblo. Todo es yermo. Todo es
aridez. La madre fijamente observa la huída del inocente cartero. Una huída que
la precipita andar y andar por esas tierras con la lumbre de la esperanza.
Quizás, tal vez lo encuentre.
Jason con sus ojos ateridos y desconcertado mira a su alrededor. Busca
algo. Alguien a quien reconocer pero la dureza de las miradas le hace bajar la
cabeza. El viento sopla fuerte y con el arrastra la tierra que se incrusta en
sus ojos lagrimosos. El sabe y no entiende bien que no puede llorar que eso lo
llevaría a un castigo severo. Se
reprime. Un chico más o menos de su edad se le aproxima. La tarde comienza su
canto envuelto en la ventolera que parece calmar.
-¿Quién eres?
- Jason es mi
nombre.
-Ja, Ja. No te
has dado cuenta aún que aquí solo necesitas un número. Tu nombre no existe.
Olvídate de el solo sirve para los que aun son niños. Aquí somos hombres y por
lo tanto nos llaman por un número.
Jason nervioso se introduce la mano en el
bolsillo, saca un papelillo y lo mira.
-
Soy el 1013.
-Bien 1013. Yo soy el 802. Eso quiere decir que eres nuevo yo llevo algún
tiempo aquí.
- No se, pero me gustaría ver a mis padres.
- Que dices 1013. Se nota que eres novato. Hazte un hombre. Cuando todo
acabe victoriosos regresaremos con nuestras familias.
Cuando todo acabe…Esas palabras
se le incrusta en el cerebro como algo doloroso, algo agobiante igual que el
temblor de esa tierra ante las explosiones. Se sentía como un péndulo que ha
dejado de marcar la hora. Se sentía como criatura llevado a los infiernos de la
guerra, de la guerra. No entendía muy bien. Bajo su techo le dijeron que no le
ocurriría nada. Pero salió a jugar ¡Por qué maldita sea¡ se interrogaba. Ahora
en ese campamento donde el desastre es más evidente, con un arma en la mano que
no sabía ni como utilizar. Que pesa y pesa, tal vez más que él. Pesada se hace la mano de la madre cuando toca
a la vecina.
-
Abre vecina que se lo han llevado al frente.
-
Que pasa mujer. Ya te escucho. Tómate un te y pasa a
sentarte. Compartiremos el dolor, esas penas eternas hasta que la muerte nos
desligue de este mundo.
-
No. No quiero sentarme. Solo deseo ser luchar. Luchar
por mi hijo.
-
Sabes mujer herida que esto te puedo ascender en la
muerte. A mi me paso lo mismo. Todos mis hijos se lo fueron llevando y aun no
se nada de ellos. Solo cabe esperar. Así como espero yo, con la esperanza
puesta sobre mis hombros. Se que pesa. Pesa tanto que ya ni tengo fuerzas y no
se si el mañana me traerá alguna noticia grata de ellos.
-
No Sara. No. Lo quiero ahora. Ya.
-
Olvida mujer. Será mejor olvidar para ti.
-
¿Olvidar? Me lo imagino en esta tierra del fuego entre
armas, entre minas, con la herida del sufrimiento. Te dejo. He de encontrarlo.
Sara la mira como quien mira un espectro. Un espíritu
solitaria que ha perdido su rumbo y no halla descanso. Ella, se recrea en sus macetas, en sus plantas
mientras escucha, escucha la agonía de su amiga.
-
Buscarlo es un error. Un error que te traerá tu propia
muerte. Serás castigada por aceptar las leyes, por desobedecer las reglas de
nuestros soles. Entonces no más alimento de las aves carroñeras.
Con arma en mano se halla junto a su compañero, en muy
poco ha aprendido. Comían unas hogazas de pan con legumbres antes de acudir al
epicentro de la lucha, de esa bala que revolotea hacia no se sabe donde. Allí
sentados esperaban el amanecer, las moscas no cesaban de molestar. Cuando todos
están abastecidos se elevaban hasta ser centro de ese campo de batalla. Jasón
buscaba, buscaba alguien a quien reconocer con ese miedo aun en sus huesos.
Pero estaba solo, solo y un enjambre de muchachos con mirada de hielo, de
dejadez por la vida...
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