Su rostro
impecable haz de raíces que van enterrándose en mi vientre a medida que los
ecos esféricos del silencio barruntan cierta atmósfera de deseos. Avanza contra
el viento con sus ojos huecos cuando la tarde monótono nos impregna de cierta
nostalgia. Sí, una nostalgia que va más allá de estas ínsulas y se precipita
por los mares de la pena. Llamas. Sí, la llamas de espalda a todo lo que te
rodea. No te importa. La dejadez por hallar su esencia te ha hecho huraña,
despistada, sorda. Y sigues así con tu danza que cruje a la vez que enfebrecida
se aposenta en el equilibrio. Gritas. Y tu grito es escuchado por aves que no
oyen. Quisieras volar como ellas. Te alzas y bajo una bóveda celesta comentas
de tu peso. El peso de tu cuerpo. El peso de tu alma que se desvanece en un ir
venir de las últimas lluvias de la primavera. Ya ves rotas y rotas siempre en
lo mismo. Caes y caes. Hasta volar sobre féretros de mármol. Tu ser sin ánimo. Tú
ser decaído. Tú ser poblado por las enrarecidas mareas del amor.
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