El mantel de lunares sobre la
mesa, un jarrón de margaritas sobre el. Y ella frente a él. Es la caída de la
tarde, un firmamento que se afianza a una luna llena que rebosa de luminosidad
en una ciudad donde el ruido se difumina. Se miran. El la mira. Ella la mira. Al encuentro de unos
ojos que han perdido toda la juventud, todo ese esplendor de años atrás. Se
sienten agotados. La rutina y la monotonía de esas jornadas que pasan desde que
se jubilaron los hacen transitar en una cuerda floja de mirada a mirada. Antes
no se daban cuentan. Sí, ignoraban todo ese proceso que lleva a una vida
juntos. Una vida que se les hacía ahora demasiado largo.
-
Podemos ir al parque- dice él
-
Al parque para que- contesto ella.
-
A dar un paseo, a coger aire fresco.
-
No. No tengo ganas. Vete tu solo.
No. No tengo
ganas. Se levanto de la silla con una nube en sus ojos grises y se fue. Ella
delante del mantel lunares y un jarrón de margaritas marchitas sobre el. Se
quedo estática, pensativa, cansada. Un cierto quemor la embriagaba. Por qué
habrá dicho que no. Se entristeció. El solo dando vueltas y más vueltas en el
parque. Ya la noche dice de los astros, ya la noche dice del vacío. Se detuvo y
miró hacia su casa. Una cierta pena lo embargaba. Esa distancia entre los dos.
Como si nunca hubieran habitado el mismo techo, la misma cama. Me tendría que
hacer quedado, pensó el. Dio media vuelta y regresó. Ella, se levanto y fue abrir la
puerta. Allí se encontraron. La mira. Le mira. Y esa mirada emana el hechizo mágico
de un amor que todavía no se acabado. Se fueron a la habitación. Hicieron el
amor. Descubrieron que aún existía algo. Algo que va más allá de sus mentes
entre ellos dos.
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