Un sudor frío penetra en sus labios. Labios
erosionados en el avance de los minutos, de las horas, de las mañana cuando los
pajarillos con su trinar evolucionan a un nuevo despertar. Su grito no se deja oír,
permanece estático entre la espesura de una pena que con la brisa callada la
alarga a un cavilar cotidiano envolviéndola en densas nubes de una lluvia que
no cae. Se despereza y medita, una
fuente de positivismo se adhiere a la sangre que corretea por sus venas para
alzar sus pasos cuando la oscuridad es todavía presencia. Desea buen día
venidero al aire cargado que respira. Desea que sus manos sean esa emocionante
caricia de otras manos que con el transcurrir de la jornada se transforma en
esa agua cristalina y pura de la que queremos beber. Mira al firmamento y un
astro que renguea entre pesadas nubes se fija en ella. De la luz emana pétalos
que le sirven de escalón para ella ascender por ellos. Se atreve, tan ligera
como el humo sube pétalo por pétalo palpando lo terso de estos. Su melena como animal salvaje se desenvuelve
en un vientecillo fresco que ya comienza a tocar. Pronto será parte de ese
astro, de esa estrella vigía que concede emociones, ilusiones a todos los que
son edificaciones en las que arriba la paz.
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