Corría, corría a ras de espesura
de la hierba. Formaba parte de su aliento a la vez que el viento provocaba
cierta fuerza que aprisionaba el cansancio. Su sudor eran lágrimas que
alborotadas nombraban no que cierta proeza del ayer. Cada
túmulo donde la niebla se extendía y expandía era veracidad de su
fortaleza, del agresivo vuelo a través de sueños que se desvanecen entre
paredes abruptas de algún desfiladero.
Corría, corría con sus alas de cristal
sobre eclipses lunares. La montaña estaba desierta y la oscuridad daba
prioridad a los astros que en su densa intensidad iluminaba su mirada, su
mirada. El frío era sobrecogedor, tanto que su cuerpo se sentía morir bajo las
estelas de estrellas fugaces a medida. A su lado había un riachuelo cuyo
murmullo era solemne cantinela que la adormecía, que la aislaba. Miro hacia el
y fue hallazgo en su visión un carruaje de mariposas. Mariposas libres,
mariposas encantadas con la danza de su marcha. Se aproximo e intento subir. En
sus adentros estaba decorado con la serenidad de unas pinceladas que hablaban
de la vida, del mundo. Se entristeció, una pena que la condicionaba
desasosegadamente al presente, un presente que quería guillotinar. Deseaba en
un acto impulsivo salir de ahí. No lo hizo, se quedo, con esa marcha por la
corriente de agua y el vaivén de sus pensamientos. El carruaje la trasladó por una infinidad de
imágines de la existencia humana, de la esencia del ser. Era como túnel que en
sus pasajes le recordaba que tenía que bajar, que tenía que seguir, que tenía
que correr y correr ante un mundo que se degradaba hasta orbitar por puentes
azules donde el resonar bello de las manos unidas nos hacen seres de esta
tierra. Una tierra donde la floresta y calles donde cada recoveco anuncia
estatuas transparentes como vergel de la edificación de un mundo mejor. Corría, corría deseaba observar el nacimiento
de un nuevo ciclo donde el apogeo de las ramas balanceadas por el viento fueran
el canto cierto y puro de los pajarillos.
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