Aire. Sí quería respirar del aire. Del aire de los náufragos, del aire de los desventurados cuando el hoy se vertebraba por las sendas de pobreza. Aire. Sí, quería respirar del aire. Del aire de esas especies que huyen a un océano mejor, del aire de aquellos que crucifican con el hambre y las enfermedades. Aire. Sí, quería respirar del aire. De ese aire que es astillas para esa fosa común de los seres. Camina serena por la gran ciudad, por una urbe donde los pájaros aún cantan cuando el alba atiza tersamente esos cuerpos que han de levantarse. Vertical y pensativa las escenas de otras tierras ronronean en su mente. Un carruaje de desdichas y penalidades la abraza. El polvoriento tic-tac de un reloj que marca las horas, los días, las semanas, los meses la agobian. Un continuo lamento la abate y en ella erupciona lágrimas invisibles que corrompen su entereza. Se detiene. Quiere respirar de ese aire con más fuerza. Siente que se debilita. Que sus rodillas delgadas se fatigan mientras anhela la paz y el equilibrio entre los pueblos. Todos iguales. Cerca de ella hay un puente, se arrincona debajo de él. Allí, los mendigos tienen prendida una hoguera. La observan y siguen con su rito cotidiano. Aire. Si quería respirar del aire. Un aire amargo, seco, huraño. Por qué no.
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