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Flores marchitas recta por mi
vientre. Un despejado cielo ahora que la tarde transcurre en la espera. Me
animo. Me desamino. Me miro. No me miro. Observo el maravilloso paisaje que se
entorna a mi derredor y me consumo en él. Observo las fantásticas historias que
narran mi cerebro sobre este lugar y mis ojos chispeados, humeantes las atrapa.
Despierta sueño. Despierta imagino el mundo fantástico anterior a este confín
de la isla. Sí, la isla…la isla. El mundo…si el mundo. Enigmas sin resolver de
como civilizaciones arcaicas adoraban el firmamento, este cosmos tan lejano,
tan cercano que nos acoge, que nos guarda en un rincón de su descomunal
dimensión. Y este espacio es nuestra vida, no hay más. Por ahora, no llegaremos
a otras. Es tan complicado, tiene que verterse multitud de condiciones y
después que …la vida. Y qué clase de vida. A lo mejor estas construcciones, esa
arquitectura tan perfecta matemática y astronómicamente fueron elaboradas por
ellos. Pero eso fue hace mucho tiempo y no tenemos la suficiente memoria, las
suficientes pruebas de ello. Sin embargo, hay algo en este extraño sitio que me
hace asumir que hubo un auxilio externo hace muchos años…muchos. Ahora, invoco
lágrimas de la naturaleza que me viste, de esas voces que provienen de esas
cavernas donde las gentes rebosan de lo cotidiano. Un escalofría se posiciona
en mi columna, siente pisadas a partes de las voces ocultas en las cuevas. Y
estas pisadas en el silencio inmenso suenan cada vez más próximas. Estoy
aturdida. Estoy espabilada. Estoy conquistada por la belleza y no quiero mirar.
Su olor me va llegando. Es alguien que se acaba de duchar, es alguien de la
zona. Cojo el tren más próximo y ávidamente me doy la vuelta. Una sonrisa se expande
en ese rostro que viene…que viene animoso. Puedo que sea él. No más
cavilaciones sobre si será o no será. Me hallo en estos montes sagrados donde el
ritual de sus herederos ha sabido convivir con el ayer. Me hallo donde los
primeros pobladores de la isla instalaron un imperio al sol, al tiempo como
muchas civilizaciones. Y
Anne siente la cercanía de quien le escribió la carta. Una enrarecida emoción
se le muestra. Aun no tiene ganas de saludar en este apartado vergel donde solo
el resonar de la voz se siente. Almas sordas a ella o tal vez la estén mirando
como una extranjera más de su propia tierra. Y Anne admite su queja, le apetece
estar sola en esos instantes donde ha vuelto a encontrarse con la bella y
salvaje naturaleza. Escribe en su mente todo lo que mira, todo lo que siente,
todo lo que desea. Respira hondamente, refugiada en ese aislamiento de estas
montañas de la isla. La paz, eso es. La paz que escala por sus cimientos es tal
que parece levitar sobre ese mar de nubes. Y zas, se conmociona , otro
estruendo, su estática postura se tambalea y escucha los gritos de la
desolación, de la consternación, de una queja , de una pena que dejara secuelas
a lo largo de los años a aquellos que habitan la isla vecina. Se levanta y sin
mirar atrás se estira en el horizonte. Una humareda letal sobresale en el mar
de nubes. Su congoja la lleva otra vez allí, a la isla…a la isla. Una mano se
posa sobre su hombre, al principio no se percata de esa mano raíz que intenta
despertarla de su visión dramática hasta que escucha su nombre…Anne, Anne. ,,,,?¿Eres
tú Anne? Entre tanto el hijo de Tragalunas se siente violentado al mirar el
horizonte, ve lo mismo que Anne, pero en otra perspectiva. La mar esta
revuelta, hay mar de fondo y el olor a algas le llega mientras en la parada
espera el autobús. El también siente que una mano se enraíza en su hombro. Se
da la vuelta, su padre algo descolorido, algo cansado lo abraza. Y se deja
abraza, quiere poseer todo lo que el tuvo de su madre. Su imaginación lo lleva
a la isla de Lobos y la escenifica como mujer opuesta a una sociedad parada,
taciturna, arcaica. Se podría decir una mujer que quiso libre y halló su
libertad allí donde los cetáceos cantan, donde los lobos de mar descansan. En
su faro, aguardando a Tragalunas cada madrugada.